Se define a la fabada como un plato moderno, aunque aparente lo contrario. Buena muestra de ello es, por ejemplo, que en antiguos recetarios de cocina como «La cocina tradicional de Asturias», datado del año 1874 y de autor desconocido, ni tan siquiera aparece mencionada.
Hay quien llega a advertir incluso que la fabada no deja de ser simplemente un pote asturiano venido a menos, por el hecho de que en su composición faltan diversos ingredientes vitales en todo pote. El caso es que, sea por lo que fuere, nadie puede negar la majestuosidad y contundencia de esta bandera gastronómica asturiana.
De sencilla elaboración, su éxito prácticamente solo depende de la calidad de los ingredientes utilizados.
La fabada, dice Fidalgo, es plato donde la huerta, el cerdo, la habilidad y el buen gusto forman un ensablaje perfecto… Y Victor Alperi la consagra como «la reina y señora de la cocina asturiana». Para Vilabella, la fabada es el plato regional que despierta pasiones imperecederas.
El prestigio de este plato se basa en un unánime y escrupuloso respeto popular hacia la tradición. Su preparación es un ritual en el que todo es importante. Desde el momento en que se ponen a remojo les fabes hasta esos minutos de reposo tras la cocción para que la fabada «se asiente» antes del servicio.
La fabada asturiana es un monumento nacional a la cocina y a sus más antiguas huellas históricas, cocina opulenta que parece conceder licencia a los grandes excesos de nuestro estómago.
Les fabes con que se elabora recibían popularmente el nombre de «la granja»,o «del cura», suaves y contundentes, serias, rigurosas y hechas a medida, como dice Vilabella, imprescindible para una buena fabada.